Porque nosotros no eramos unos derrochadores. Hacíamos que todo fuera mejor, más pacífico y hermoso. Y los humanos eran brutales e ingobernables. Se habían entado matando los unos a los otros con tanta frecuencia que el asesinato se había terminado convirtiendo en parte de su vida normal. Las variadas torturas desarrolladas a lo largo de los milenios de civilización humana había sido demasiado para mí; no había sido capaz de soportar ni siquiera los escuetos panoramas generales oficiales. El fuego de la guerra había hecho arder la superficie de casi todos los países. Un tipo de asesinato consentido, organizado y brutalmente efectivo. Quienes vivían en naciones donde imperaba la paz habían mirado hacia otro lado mientras miembros de su propia especie se morían de hambre en el umbral de sus puertas. No había ningún tipo de igualdad en la distribuición de los abundantes recursos del planeta. Y para añadir aún más maldad, sus retoños, la siguiente generación, a la que los de mi especie casi veneraban porque constituían una auténtica promesa, habían sido demasiado a menudo víctimas de crímenes abyectos. Y no sólo a mano de extraños, sino a la de las personas de las que dependían, en las que confiaban plenamente. Incluso se había puesto en riesgo todo el planeta debido a errores causados por la desidia y la codicia.
Asesinan a una especie entera y después encima se dan palmaditas en la espalda.
jueves, 2 de septiembre de 2010
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